"Tropezarse
con una despedida es hallar los signos de puntuación para nuestra historia, las
pausas, los respiros, las claves, las sentencias, los momentos de giro donde
cambiamos el mundo"
Durante un largo tiempo, tan
largo que pude dejar de ser lo que pensaba para ser lo que hacía, he venido
dando vueltas a un término que me tiene secuestrado entre dos signos de
interrogación ¿Despedirse? Una palabra jorobadita, cabizbaja y nostálgica que a
veces no puede consigo misma, y que por ello recurre a otros adjetivos para
sostenerse como el anhelo, la distancia, la impotencia, la resignación, el
olvido...
La razón de querer inmiscuirlo en
este misterio no es cómoda ni fácil de explicar, tampoco tengo pensado hacerle
reír o convertir silencios en palabras para ablandar su almohada, es sólo una intención
manifiesta por liberarme de ella, por quitármela de encima y "dejarla
ir" como bien narra su significado. Es un intento de entender por qué un
adiós va más allá del simple acto verbal y como si fuera un salpullido
emocional, busca adherirse al cuerpo sin importarle la infección de su
recipiente. Hoy, Yo soy su recipiente.
Últimamente he visto partir
muchas cosas, algunas embrutecidas como la democracia y otras tan adulteradas
como la justicia; también se han ido personas cercanas en tan corto tiempo y en tan variadas
circunstancias que parezco envuelto en alguna desintegración atómica, donde la
materia deja de distinguirse de la energía y la carne se transforma en
recuerdos, los lugares en voces y los sentimientos en caricias involuntarias
sobre el aire. Por desgracia no soy el único, ya que en la misma temporada ha
muerto una buena parte del panteón mundial, desde Mandela hasta García Márquez,
toda una peripecia griega en la cual el universo nos desaloja de los héroes
equivocados y acaba reeligiendo a los villanos de siempre.
No sé cuántos de ustedes han
tratado de describir esa sensación de ver partir algo a lo que pertenecían,
pero todos la conocemos muy bien. Cualquier adiós, el de funeral, de no volver,
el de mirar hacia atrás, ese de marcar con un gesto explícito a través de los
ojos la diferencia entre el antes y el después, es aunque me cueste admitirlo,
una especie de pataleta al vacío, un acto de consciencia circunstancial que
involucra un cambio de actitud frente a lo irreversible, una rendición
simbólica ante la abrumadora realidad que nos apalea a garrotazos hasta amputar
una parte de nosotros, amputar un Alguien, un Algo, una realidad a la que poco
le importa inventarse un sinnúmero de escenas cinematográficas, si al final nos
deja convertidos en el mismo resultado: Un ser abandonado con un miembro
fantasma en su memoria.
¿Por qué se arraiga tanto ese
sentimiento y por qué resulta tan frecuente? Decimos “Chao” unas 10 veces en
promedio al día, juntamos manos, las movemos como vaivén cuando alguien parte,
lo remarcamos con abrazos, con venias, con besos, nos aprendemos con nimia
facilidad su traducción a otras lenguas, Bye
bye-Au revoir-Sayonara-Auf Wiedersehen-Arrivederci-Namaste, y aun peor, lo
tratamos con tal abolengo que si alguien decide marcharse sin hacer alguno de
los gestos anteriores, lo juzgamos inquisitivamente como irrespetuoso,
maleducado, desagradecido… ¿Acaso partir es una especie de pecado original con
el cual todos nacemos? O mejor ¿Es un recordatorio inconsciente del mismo?
No hay cómo decir Adiós sin dejar
que algo se vaya de nosotros. Es inevitable. Es obligatorio. Es lo que se debe
“hacer” para expiar ese pecado innato de transitar sobre el tiempo. Es un
intento perpetuo por dividir el futuro, por tratar de reconciliarnos con el
pasado y resolver consigo el presente, dando vueltas una y otra vez en ese
ciclo de justificar la cronología de la vida. Vaya cosa esa de las despedidas
que bajo esta mirada no solo son palabras, ni sentimientos, también son cuerpo,
y pobre del cuerpo al no saber manejarlas.
Esa manera tan dramática de someternos a algo intangible y buscar
materializarlo sólo existe en la naturaleza humana, la misma que parece rendir
culto al sufrimiento como si ya el dolor no fuera suficiente. En el mejor de
los casos hacemos una seña, el shock se purga a tiempo y lloramos de forma
incontenible o nos apretamos los unos a los otros por esa necesidad de compañía
en la piel, otros en cambio hacen rituales simbólicos como tres días de silencio
o acaban cediendo a las cosas más
inverosímiles, por ejemplo, un cambio de look para alborotar hormonas y
convertirlas en dopamina con el primer aparecido; sin embargo hay quienes que
con dejar la mano estirada no basta, el shock nunca existe, las sábanas ajenas
no estigmatizan, y el dejar atrás resulta estar dos o tres pasos por delante siempre.
Somos los peores, los borderlines, los beatniks, los cahiers du cinéma,
los fluxus, los saudade, los taxidrivers,
los radioheads, los faulknerianos, los Dostoyeski/Tarkovsky/Bukowski/Chomsky, los, los, los... Los que ya sabemos
reconocernos pero poco nos cruzarnos. Nosotros, quienes entre muchas otras
cosas, decidimos negarle al cuerpo casi cualquier expresión primaria cuando
tiene que despedirse, derivándolas en metáforas apenas tangibles por el
intelecto, o somatizándolas (¿sodomía tal vez?) en esa eterna destilería
sentimental con la cual embriagamos la soledad y la disfrazamos de ausencia.
Si, somos los peores, porque conocemos todas las desambiguaciones de un Adiós
pero aun así no queremos conjugarlas en pasado.
Muchas personas quizá consideren
lo contrario, sin embargo estos seres "raros" que no consiguen
encajar con nadie sin descuadrar algo, que incluso pueden ser translúcidos pero
nunca transparentes, son los que más padecen las anomalías de una despedida. No sabemos
permanecer, nos cuesta mucho la cercanía y la entrega total hacia alguien nos
parece imposible, por ello acumulamos separaciones como ruidos de autopistas;
suenan, están ahí todo el tiempo, se mimetizan en el andar por las calles y
antes de darnos cuenta, sus micro-vibraciones quiebran el concreto, hacen
temblar nuestros puentes y derrumban edificaciones completas de nuestra
consciencia. No son simples cordialidades, ni tampoco abismos oscuros de los
que cuesta salir, son hilos conductores, anclas de miedo, silbatos para perros,
decibeles de ruido, huellas de un rastro salvaje, migajas de un cuento de
brujas, faros para aviones perdidos, mapas celestes que nos llevan del día a la
noche para no extraviar nuestro camino, el de continuar sin remedio.
No sé si con esto logré
deshacerme de ellas, pero por lo menos gracias a ello busco entenderlas. Tropezarse
con una despedida es hallar los signos de puntuación para nuestra historia, las
pausas, los respiros, las claves, las sentencias, los momentos de giro donde
cambiamos el mundo, y sin ellas, ninguno de nuestros recuerdos podría narrarse
de un solo aliento. Al fin y al cabo somos la memoria de lo que vivimos, somos quienes
podemos hacer historia o al menos, hacer parte de aquellos que son capaces de
contarlas, porque después de todo, despedirse es sólo un nuevo intento por
empezar algo que quizá nunca dejamos terminar. La vida está llena de puntos
suspensivos, pocos puntos aparte y solo tiene uno al final… Si usted de alguna
manera siente lo mismo, entonces es uno de los nuestros.
....
https://www.youtube.com/watch?v=Nb1VOQRs-Vs Franky tu blog me llena de esperanza como esta canción. siempre que escucho a Diego Torres, me acuerdo de tus escritos. Sigue escribiendo y llenado al mundo de esperanza, igual que Diego Torres! Te admiro y soy tu fan! Saludos! Vuelve a escribir!
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