19 ago 2012

Acerca de: EL CEPILLO DENTAL

"¡Voila! La maldita frescura química fue ocasionada por la crema dental. Tan exagerada y cuestionable como una rendición de cuentas de este gobierno."



Hay algo en mi aliento; algo falso, seco, dulce y embelesador (como muchas presentadoras del noticiero), algo que causa cierta frescura, pero que también me satura la saliva en un intento por desconocer mi gusto hacia el tabaco, hacia el café y hacia el hogareño sabor de la arepita antioqueña extraída del supermercado (producto digno del orgullo paisa, refrigerado según la tradición en los almacenes ÉXITO, un lugar emblemático de la región de la "eterna primavera", porque no hay nada más paisa que un multimillonario negocio que se da el gusto de vestirse de amarillo floripondio).

Ese extraño sabor, codificado por la dureza de mis muelas, no me deja ni escribir con claridad ni pensar desde las sombras neuronales, y pese a que esta mañana quise echar madres sobre todas las banalidades del mes, las cuales alimentarían de numerosa vergüenza el contador de este blog, no pude empezar una sola línea interesante para la resurrección de Oscar con la muerte del rating de RCN, ni para el nebuloso conflicto indígena en el Cauca del cual prefiero reservar mi opinión, ni sobre la mordida a la yugular de Kristen contra su versión del empalador para adolescentes Robert Pattinson (Cualquier morbo sugerente sobre ese Kent con colmillitos es responsabilidad de cada lector ¡Obviamente!). Tampoco pude esgrimir ataques a favor del veganismo extremo de la novia de Cerati (agradezco al autor de un comentario tan saludable para mi humor) ni para el despilfarro de los Olímpicos en plena crisis Europea, y ni siquiera una sola palabra sobre nuestro cuestionable orgullo mediático hacia los 8 medallistas colombianos... ¡No pude! Quizá era imposible hacer literatura desde el absurdo, o desestimé la inspiración producida por Facebook cuando encontré en la misma hiperlectura, frases de Ghandi, fotos retocadas simulando la portada de una revista, y los jeroglíficos de una subcultura denominada "Faras" que de forma muy primitiva trata de distinguir entre sus hormonas  y su dignidad.

Ante todo eso, resultaba algo incoherente referirme a cualquier suceso interesante, sin embargo, si la vida es por naturaleza una absurda casualidad, como ser humano solo me quedaba intentar darle orden a sus coincidencias... Estaba sentado ahí, vacío y con ansias de escribir, pero como tal inocuidad universal me obligaba a buscar de labios hacia adentro, todo debía empezar desde ahí, con la lengua entre la sombra buscando la chispa para encender las palabras.

¡Voila! La maldita frescura química fue ocasionada por la crema dental. Tan exagerada y cuestionable como una rendición de cuentas de este gobierno. No había llegado por si sola a apoderarse de mi paladar, tenía un cómplice. Fibroso, delgado y a primera vista inocente... ¡El higiénico cepillo dental! Tan sofisticado; indispensable en una maleta de viaje, purificador del esmalte que desgarra con hambre los alimentos... Todo un héroe silencioso, pero ¿Acaso nunca hizo nada malo?... Sí, si lo ha hecho, es más aún lo hace, doblegó mi libertad de expresión en la infancia y ahora me traumatiza con la más temible de sus condenas, la de verme a mí mismo lo más “homínidamente” posible.


Cuando era niño me encantaba sentir en exceso, sin prudencia ni buen comportamiento y varias veces fui castigado por ello a través del dicho "¡Que son esas groserías! ¡Vaya y lávese la boca!", a lo cual pocas veces accedí al no sentirme culpable, pero con esa expresión entendí que los malos actos pueden ser lavados y cepillados hasta desaparecer. El cepillo y la crema dental adquirían entonces un poder sobrenatural, la de limpiar la consciencia cuando del lenguaje se trata. ¡Uribe lávate la boca! Lo que dices es un acto de megalomanía ¡Chávez lávate la boca! Lo que dices es un acto de megalomanía ¡Shakira lávate la boca! Obviamente no eres megalomaníaca pero ¡¡¡Como putas te equivocas con el himno nacional cuando te lo enseñaron desde la primaría!!!... En fin, lavarse los dientes pareciera ser una buena solución cuando existe un arrepentimiento de palabra, lo cual, embebido en está inmadura adultez que me sosiega, no resulta para nada mal  ¡Uyyy esperen! Olvidé a alguien ¡Azcarate lávate la boca! Lo que dijiste sobre las gorditas, aunque tuvo cierta gracia, nos demuestra que tú no tienes el cerebro suficiente para ser megalomaníaca; tus palabras fuera de ser "pesadas" para las pesaditas, no son un acto muy rentable cuando flaca o gorda te pagan lo mismo por buscar chistes machistas en google y decirlos por televisión...

¿En qué iba? ahhh ya... Cuando creces, y tu desarrollo personal se mide según la magnitud del robo efectuado por tu tarjeta de crédito, entiendes que cepillarte de forma casi obligatoria todos los días, pudo ser el mejor de los métodos para que ahora no resolvieras tus pequeños conflictos con insultos incoherentes... ¡Malparido! (Como si nacer por cesárea fuese un delito) ¡Guevón! (Como si segundos antes le hubieses mandado la mano a la entrepierna para sopesar su masculinidad) ¡Maricón! (Como si hubieses pasado la noche anterior en su cama). Ahora bien, siendo la niñez el hermoso manifiesto de la insolencia, las anteriores groserías fueron reprimidas poco a poco hasta derivar en mi exhausto sarcasmo, más la osadía del enfermizo plástico lleno de cerdas no había finalizado; nunca le bastó con erradicar el sarro de mis malas palabras, ´también tenía que ser el instrumento para cuestionar mis más profundas caries, las del alma.

Tiempo después de entender que, si los pecados del cuerpo encontraban descanso en la ducha, los de la lengua en cambio podrían ser rastrillados con pelos sintéticos; en muy poco tiempo me vi empastando de menta mi rabia contra el sistema, mis frustraciones de la juventud, mis tragos inocentes bajo el emblema "tome, tome, sea un varón", además de los varios besos indiferentes que mi boca aprendió a dar para evitar esa pendejada que llamanban Soledad. Pero, al paso de los años, el aseo bucal de la mañana se encargó de los sinsabores de la noche anterior, el lavado del medio día de mis frustraciones sociales y el último, la cepillada antes de dormir, iba quedándose sin trabajo, limitándose a sustraer de mis dientes su afán por la carne triturada y el arroz marca Roa, el de aquel señor de acento forzado que buscaba formar un harem de amas de casa. Ahí comenzó a formarse mi adultez; con el cepillo dental en una mano y mis ojos clavados en el reflejo del tocador. Como no me quedaba suficiente cargo de consciencia por limpiar, las ideas iban y volvían entre gárgaras de espuma, haciendo una especie de vorágine  dentro de la garganta donde han navegado desde Sacher-Masoch hasta Virginia Woolf. Sin embargo mi propia inteligencia no podría sustentar tanta indiscreción, y luego de estrellarlos con la atrevida ignorancia que producen los buches en un lavamanos clase media, acabé por escupir muchos brillantes intelectuales contra el desagüe.

Hubo un día en el que no habían penas que lavar y solo tenía una idea de Jung endulzándome las papilas. Aquel día entré al baño para deshacerme de las palabras viejas y exprimir con cierta paciencia los reductos de la crema dental, una gran destreza milenaria aprendida por generaciones desde aquel hombre que le dio pereza comprar otro dentífrico en la tienda. Tomé entonces el instrumento ese que me miraba carrasposo desde el porta-cepillos y después de untarlo, lo mandé a mi boca mientras digería el inexistente "Genualismo" psicoanalítico. Cuando la idea se disolvió en el enjuague, me propuse escupirla para dar pie a otro planteamiento, pero... ¡No había ningún otro! La baba espumosa de Colgate se escurrió por la comisura de mis labios, llevándose consigo  la última de mis ideas mientras el cepillo de dientes se reía insolente de mi desgracia. No tuve otra opción que alzar la vista, encararme a mí mismo frente al espejo y absorber el silencio que habitaba en el baño, sin vanidad de por medio, sin atragantarme con bosones de Gigs ni con crisis diogénicas sobre el descaro de este país, sin la posibilidad de maldecir nada, solo estando ahí, raspando las muelas de mi humanidad, dándome cuenta que ese momento, el del final de todas las noches cara a cara con el lavamanos, era quizá el mayor instante de intimidad que un hombre puede tener con su propio yo.

No existía un lenguaje por pronunciar, no había nadie más con quien divorciarme del matriarcado del tiempo, estábamos yo y mi otro yo, con una vacuidad insoportable… ¿Existe acaso un mayor instante dónde reencontrarse así mismo? ¡No! Y al hallarlo tuve que correr, como cualquier estúpido que evade el silencio prolongado cuando se encuentra solo. Me aterrorizó verme de forma tan reveladora, con las chanclas heredadas de mi padre, el pelo trajinado por la inhospitalidad de la existencia, y el cepillo ahí en mi boca… Sentí de un segundo a otro que el mundo no tenía fin, que me dolía el espíritu y que en el fondo, debía sacar el mango de plástico de mi garganta, porque de mantenerlo ahí, el terror deese encuentro introspectivo terminaría por asfixiarme…  Desde aquella situación pienso todas las noches si volver o no al lavado, y al concluir mis incertidumbres, siempre termino yendo en su dirección, porque, aunque parezca un acto suicida, ignorarme a mí mismo es similar a morir por accidente, y que pereza fallecer después de ver la sección de farándula, donde como aclaró el maestro Pedro Badrán, el universo empieza con sangre, sigue con los deportes y acaba en un final feliz.



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