16 dic 2012

Acerca de: LAS ZONAS DE CONFLICTO

"Estos lugares de raspachines, metralla y extensiones de tierra cubiertas por un acólito silencio, existen porque son un modo de vida, como el mío, como el de todos nosotros..."


Solo hasta sentir que un cigarrillo se hizo ruido entre mis labios, me di cuenta que la travesía estaba a pocos días de terminar. Su humo huía discriminado por las miradas de los transeúntes en el aeropuerto y yo, apenas resolviendo el susurro del presente sobre sus ondas, caía en cuenta que poco a poco el trayecto me llevaría a casa. Durante un viaje demasiado largo, dupliqué las veces en las que me había subido a un avión en mi vida; también había escapado de mi ciudad, para hallarme en un recorrido donde se habitan los pasos y no los lugares. En mis ojos aún quedaban visiones de una Colombia insospechada y mi lengua permanecía callada con un pronóstico reservado, mientras, dentro de mi cabeza, las ideas se mareaban por mantenerse encerradas.

Algunos días después, tras vuelos, trochas y ríos, de nuevo estaba de regreso. Mi último traslado sería dentro de un carrotanque, el cual se demoró alrededor de tres recriminadas noches para llegar a Bogotá; y cuando al fin dejé atrás miles de árboles haciendo calle de honor a mi recorrido, cuando no vi más prostitutas de carretera acariciadas con sevicia por las luces de las tractomulas, cuando por fin todos los letreros comenzaron a desaparecer… pude regocijarme con la humana necesidad de pertenecer; pude sentir que luego de correr sin descanso sobre el horizonte, mi cuerpo ya no estaría preso en el infinito.

En mi anterior artículo dejé en entredicho las zonas de conflicto, lugares que no me son tan ajenos en los últimos años por mi trabajo; sin embargo, pese a ser una experiencia similar a la de abrir los ojos por primera vez y sentir como la retina se quema sin entender lo que se ve; en esta ocasión he decidido no agitar a nadie ni tampoco despertarme bruscamente, porque con la situación actual sobre los sordos monólogos del proceso de paz, hasta las pesadillas tienen GPS y no soy ningún periodista para convertirme en mártir de mis propias palabras. Con tal advertencia, espero que el lenguaje con cual les contaré mis ideas me proteja, y a través de su capacidad de asociación, ustedes puedan concluir aquello que mi instinto de autoconservación no me deja recordar.

Dentro de una Zona Roja todo es sinónimo de calor. El sol quema, las personas son calurosas, los ánimos no dejan de ser calientes y los hechos a veces arden más de lo previsto... Pero a su vez, aunque la gente se imagine lo contrario, el 90% del tiempo avanza sudoroso, lento y con cierta calma.

Los campesinos, unas veces obligados, otras resignados u otras simplemente campesinos, siembran la tierra con lo que mejor se venda en la temporada del año, sin importarles mucho el resultado final de sus cultivos, ni de sus hojas. Los soldados, cuando pueden ir, van y vienen desde las cimas de las montañas, hasta muy muy reducidos puestos de control, donde esperan que la promesa del comandante de turno, se mantenga lo suficiente para no sentir con su cuerpo lo que un juramento no logró cumplir; y las fuerzas al margen de la ley, toman gaseosa en las tiendas, crían sus hijos y cocinan las gallinas de sus criaderos, sin esconderse tras selvas o trajes militares... Solo ellos saben quiénes son, solo ellos saben si hacen lo que tienen que hacer, y solo lo hacen cuando alguna orden desde arriba, sola con sus razones, los presiona a actuar de una manera que solo ellos entienden. Así se desarrolla en general la vida de la guerra, con una paz que nadie entiende, pero que todos realizan pese a las circunstancias; sin embargo sus leyes son volátiles, territoriales y peligrosas para quienes no las conocen, los cuales son muchas veces los que consiguen su sangriento desequilibrio.

 

En este país, un país que está en la cima de todo un continente y que en el noticiero parece el culo del mundo, los colombianos hemos aprendido a convivir con el conflicto armado durante décadas, todos de diferente manera: Ignorándola, consumiéndola, llorándola o enriqueciéndonos gracias a ella, y así mismo han hecho las personas que viven ahí dentro, sobreviven a la guerra evitando cualquier otro tipo de conflicto. Esto da un resultado insospechado para los foráneos, y es que mientras no pase nada extraordinario, la gente vive tranquila y busca de forma ansiosa esa tranquilidad. El problema surge cuando los intereses de cada grupo se ven atacados por las represalias del otro y la población termina en medio del fuego cruzado, obligada a elegir un bando y pagar las consecuencias de su decisión.

Para varios de los que viven en aquellas zonas, los ideales no tienen discursos, ni rostros, ni pensamientos, son como un aire de temporada que les conviene o no, según quién esté al mando. Tampoco les importa demasiado llamarse marxistas-leninistas, o neoliberales patrioteristas; solo hacen caso al que  mande mejor y mate menos; lo cual en ciertos lugares se llama ejército, en otros guerrilla o en otros un patrón paramilitar de los tradicionales; y a cambio de esa "particular" lealtad (fuera de algunas vacunas o impuestos que para muchos de ellos saben exactamente a lo mismo) reciben la seguridad y hasta el trabajo necesario para alimentar a sus familias.



Durante mis viajes, tras un buen tiempo añejando mis reflexiones, por fin pude comprender la existencia de una Colombia multifacética, no única, compuesta por tantas mini-colombias que aún me cuesta creerlo. Hay una desde la cual provengo, donde todo es tan lejano que hasta la sangre se ve por televisión. Existen unas, tan diversas e increíbles, a las cuales he llegado y me han recibido con miradas de balística, y han habido otras en las que a mí mismo me dan ganas de dispararme viendo lo sucedido; sin embargo, en este último trayecto hubo una tan peculiar que no quisiera dejar de "imaginar". En ella, ninguna persona sabía exactamente dónde estaba metida, pero tampoco querían abandonar su situación  pese a las amenazas, las hambrunas y el olvido. Sus nómadas habitantes solo deseaban el paso del verano para volver a sus casas a la espera de ciertos personajes con dinero, putas y licor, en pago por su prudencia y cuidado de sus terrenos. Pero lo curioso de este asentamiento no era su esperanza mutilada, era que mientras eso sucedía solo unos muy pocos habitantes cuidaban del caserío, mientras sus familias trataban de ganarse la vida a kilómetros de ahí. Durante largos periodos el poblado existía de manera fantasmal, con apenas algunas sombras imperceptibles rondando sus calles, hasta que el esperado anuncio llegaba y sus habitantes volvían para recibir su premio, dos o tres semanas de fiesta y despilfarro hasta agotar sus existencias, y después de ajusticiar a algún traidor, todos desaparecían como por arte de mafia (perdón, ¡Magia!). Al igual que esta Colombia por mi memoria siguen y seguirán viajando muchas, tan inverosímiles en su realidad que la misma realidad prefiere negarse a sí misma. Quizá ese sea mi principal motivación de regresar, para convertir la violencia en ideas y no empezar a fusilar gente por ellas.

Ya en casa, mientras leía en pareja a Elena Poniatowska y su pasional manera de hablar sobre la revolución cubana, todavía me erizaba la piel pensar en un origen tan altruista para cualquier nacionalismo armado, cuando durante casi 60 años, los ejércitos legales e ilegales han justificado sus atrocidades con ideales que se venden como productos de mostrador. En fin, mientras las frases del libro me llevaban entre panfletos comunistas de la Habana, yo no dejaba de recordar los varios avisos a favor y en contra de las causas bélicas que me encontraba en las anónimas carreteras, buscando marcar territorio entre sus mensajes, denunciando el dolor de quienes no tienen voz en el enfrentamiento y estableciendo una temida autoridad sobre la vida ajena. No había consciencia ni palabra, no había lógica ni verdad, no había siquiera una distinción decente entre los buenos y los malos, solo era publicidad de mierda al servicio de la muerte. Solo hasta descubrir eso pude vislumbrar porque las zonas de conflicto eran lo único que no se había quedado atrás de mi viaje, y aunque me parezca abominable, la razón de recordarlo radicaba en la sensación de paz hallada en mi retorno.
 


Estos lugares de raspachines, metralla y extensiones de tierra cubiertas por un acólito silencio, existen porque son un modo de vida, como el mío, como el de todos nosotros, y así lo han sido civilización tras civilización; no por nada los ingleses produjeron opio y lo vendieron a la fuerza en China a partir de pura diplomacia de cañón, o muchos siglos antes hasta Mahoma (suponiendo que si existió) indujo a todo el mundo islámico a aborrecer el alcohol y prohibir su producción a fuerza de látigo . Aun así, estos sitios pese a ser estigmatizados por quienes a su vez los omiten de su cotidianidad, son el resultado de un conflicto transferido en una larga cadena predatoria tras años, tal vez siglos, de querer lo que no se tiene, y culpar al otro de no dárselo.

Un consumidor estadounidense encuentra en la cocaína lo que nunca ha tenido en su vida, amor, compañía, admiración  etc. y luego lo convierte en un hábito; después, un dealer consigue el dinero que nunca ha tenido en su vida a través del adicto y tal negocio se hace su hábito;, después el traficante consigue el respeto que nunca ha tenido en su vida gracias al vendedor y luego lo convierte en un hábito; después el capo consigue el poder que nunca ha tenido con la subvención del traficante y luego hace de ello un hábito; después el gran jefe guerrillero consigue el respaldo que nunca ha tenido proveniente aquel poder político-económico y se acostumbra a él, volviéndolo su propio hábito; después el estado siente vulnerada su soberanía y culpa al otro de hacer algo malo, invirtiendo así la polaridad hasta bajar al soldado, o al recolector, o al guerrillero, que con la necesidad, el hambre o el miedo a contradecir, consigue lo que le hacía falta para no ser un miserable… llámese empleo, disciplina, o un motivo para existir, asimilando con el tiempo esta situación como su única manera de sobrevivir, su propio hábito, y lo transmite generación tras generación gracias a la imperecedera sensación de desigualdad. Si estas zonas rojas dejaran de existir, tiempo después, en otro lado y con otros intereses se llamarán Favelas, áreas de extrema pobreza, países en dictadura, campos de concentración, ciudades en guerra civil, Apartheid, Inquisición, Cruzadas… y la lista continúa; todas en general bajo el mismo principio de conseguir a como dé lugar algo que el otro tiene, ya sea porque le ha sido arrebatado o porque se acostumbró a conseguirlo de otra manera sin importar las consecuencias.

Sin embargo, aunque suene increíble, nadie tiene la culpa real de estar en esa situación. A todos nosotros nos ha sido heredada esta historia y pese a que podemos culpar a un individuo de sus decisiones y actos,  dudo que en verdad algún día podamos castigar el origen de nuestra violencia, porque ésta funciona como un pecado original… No lo queremos en nuestra vida, pero sin él, no seríamos lo que somos. Las zonas de conflicto no son espacios geográficos, son un momento determinado donde se consigue lo que nunca ha existido pero que siempre hemos necesitado… una razón, un pecado, un crimen, una excusa, una justificación… cualquier cosa que el tiempo ha borrado, probablemente desde mucho antes de la colonización, pero que, por aquella imposibilidad de seguir su rastro, nos hemos apropiado de su última huella visible y desde ahí, hemos construido nuestra cultura.

¿Fin de la guerra de tierras? ¿Diálogos de paz? Al parecer la única paz posible es la propia, y aun así hay que pelear mucho contra si mismo para conseguirla… de resto tengo el extraño presentimiento de que si quisiera una nación en paz, tendría que mudarme a una isla desierta, y si quisiera la paz mundial, tendría que esperar a que las guerras puedan hacerse en la luna, y llamarla Roja sin eclipses de sol que justifiquen su naturaleza.

Siento hablar de esto en navidad, pero desde que un viejo gordo se viste con algo que parece un pijama rojizo, sienta a los niños en sus piernas y les pide que se comporten “bien” a cambio de regalos, estas fechas no me convencen mucho… Ojalá alcance a escribir algo más en este 2012, si no, le pido a quienes creen en el fin de la raza humana que le den mis saludos a los Mayas, y a quienes seguiremos aquí… ¡Feliz año viejo! Después de este artículo por ahora prefiero recordar las cosas buenas y no desear algo que no tengo en un futuro; nunca se sabe si terminaré haciendo  parte de una batalla por conseguirlo.



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