Esta mañana
me desperté con esa lentitud de un hombre que no cree en los cambios. Con esa
resignación de preferir un despertador sonando al alcance de su mano, y no
aquel que busca levantar a un pueblo a kilómetros de distancia. Aún sobre la
almohada, las sábanas hechas remolinos me comenzaron a incomodar, mientras
tocaban mis pies con la intensión de levantarme, y mis ojos, obligados a no
abrirse hasta nueva orden, pedían ver las líneas matutinas filtrándose por las
persianas, como si mi cuerpo se revelara contra mi voluntad. No quería iniciar este
día.
Empezar una jornada sin Chávez no
era la razón para evadir el presente, tampoco lo eran los paros y
manifestaciones por todo el país, había algo más, algo respondiendo a esa
máxima que dice "El Todo es mayor a la suma de sus partes"... Odiaba
la idea de asomarme a un futuro decepcionado de la Revolución, con esa sombra
que produce entender que cualquier intento de transformación no sabe vivir lo
suficiente para ser definitiva, ni muere hasta el punto de no volver a
repetirse. Hoy es un día para divorciarse de las arengas, de los próceres, de
los líderes, de los ideales, de todo intento por cambiar la historia de los agobiados,
de cualquier motivo que insinúe una nueva sociedad. Hoy es necesario repetir
unas palabras que no me gusta recordar pero que por fin seré yo quien las diga:
Te amo (Revolución) pero ¡Vete a la mierda!
La cama me expulsaba pese al
tímido calor atrapado en mis piernas, y cuando al fin pudo librarse de mí, no
tuve más opción que bajar a la cocina. En ella estaba esa bebida oscura, un
poco ácida y amarga, esperando a ser calentada para animar mi lengua, pero
después de sentir ese tibio sabor, mi ofuscación comenzó a tomar forma. El café
sabía a revolucionario y esta vez no era placentero, sabía al desamparo
campesino a punto de irse a la quiebra, sabía a gente herida en los bloqueos
viales, a muertos entre ambulancias, a manos recolectoras de grano preocupadas
por servir a las grandes bolsas de valores o morir asfixiados en el intento, y aunque
logré identificarme con su causa, no quise seguir bebiéndolo. Luego encendí la
radio, el comandante Hugo Chávez autoproclamado como el seguidor del
pensamiento bolivariano era el centro de atención. Con su muerte aparecían
mensajes de honor y desagravio, insultos y poesías, marchas, tensiones
políticas, afiches a 10 Bolívares Fuertes y un montón de idiotas solapados
hablando de lo que no saben a favor y en contra del recién fallecido presidente.
Al igual que el café de antes, la radio encontró su fin con una nostálgica
indiferencia. El agua en cambio estaba muda; mientras me bañaba, el sinsabor de
los sentidos se apaciguaban con la esas caricias sin deudas, que solo cumplen
su ciclo de caer, limpiar y ensuciarse antes de tocar la baldosa. Con esa
humildad que demuestran las cosas que no piensan, que no poseen alma, ni memoria,
ni espíritu, me di cuenta que la naturaleza no se opone ni tampoco libera, solo
fluye sin importar si proviene de un río o de un acueducto, porque sus razones
son desinteresadas y nacen desde el más simple sentido común. Minutos después
me encontraba listo para ir a la oficina.
Durante el trayecto escuché a un
joven muy madrugador que se gana la vida dos veces por semana tocando el
saxofón antes de subir el puente peatonal, luego, pasos adelante sobrevino una
familia de desplazados acurrucándose de frío y lástima sobre los escalones. Los
dos pedían lo mismo, solo algo de dinero, pero de manera tan extrapolar uno del
otro que no supe exactamente si debía compadecerme o emputarme. No conmigo
mismo, yo no le enseñé a tocar el instrumento a uno, ni amenacé de muerte a los
otros; sin embargo tenía esa odiosa sensación de sentirme responsable por
ambos, a lo cual respondí con una moneda del mismo valor a cada cual, evitando
preguntarme si con ello he reducido el arte a la miseria, o he persuadido el
dolor de las víctimas con capitalismo, cuando ni los marxistas-lenininistas, ni
los liberales, ni los conservadores, ni los uribistas, ni los polodemocráticos,
ni cualquier otro grupo de caníbales versados, han podido resolver los duelos
de sangre, poder y megalomanías destructivas a los que someten un país entero. En
fin, como antes, los dejé atrás, ajustando las monedas entregadas a un par de
cigarrillos menos en el día, pero la prueba todavía no había sido superada. Cuando
caminaba sobre el puente de nuevo las revoluciones se interponían en mi camino.
Desde las alturas vi una hilera de camiones, uno de ellos aun con algunos
retazos de las carteleras usadas en su paro recién levantado… otra vez los
únicos testigos de sus reclamos, eran pedazos de papel consignándose poco a poco
al olvido. No había otra salida, tuve que ponerme mis audífonos para disimular
la tristeza de ver que otra rebelión con aires de justicia, se apagaba sin los
resultados esperados.
A través de una hora, música de
todos los tipos iba dispersando el mal humor que produce percibir un pueblo tan
convulsionado. Las revoluciones con el paso de los siglos generan ese tipo de
contradicciones. Son como erupciones sociales que dejan una marca muy
significativa en el cuerpo de la humanidad, pero como toda cicatriz, acaban por
mimetizarse entre la piel de la historia. Son el síntoma más escandaloso de una
enfermedad que adolecemos todos los hombres, la de buscar un mejor porvenir sin
importar sus fines; por eso los poderosos se hacen a costa de débiles, y ellos
a su vez crecen, se revelan, los derrocan y asumen el poder, para luego
convertirse de nuevo en verdugos del nuevo modelo. Se derriban
imperios y nacen monarquías, de desploman monarquías y nacen estados, se
derrumban estados y surgen dictaduras, se rompen dictaduras y nacen gobiernos neoliberales,
se debilita el neoliberalismo y se implantan sistemas socialistas de causas
altruistas y resultados opresores. Así consecutivamente, mientras en sus
intervalos se producen guerras, conflictos, muertes y todo tipo de sacrificios
hechos por una causa ideal que a un futuro no muy distante, serán tergiversadas
para acomodarse en el presente continuo. ¿Acaso estamos olvidando que la
esclavitud es un poder trashumante y al parecer eterno? Ahora no hay látigos
pero si facturas; ahora no hay trabajos forzados pero si desempleados
muriéndose de hambre; ahora no hay guillotinas pero si matanzas por el
territorio, ahora no se compran personas, pero a todos nos encanta vendernos
por vanidad, necesidad, imagen entre un sinfín de motivos; ahora ya no existen
los grilletes, pero hay que ver lo funcionales que resultan los televisores,
los celulares, las redes sociales, la publicidad y demás, para cumplir el
cometido de predeterminar líneas de conducta.
Después de ese increíble ajetreo
de poseer un libre albedrío comprimiéndose entre un transporte público, uno de
esos que lleva y trae como animales de carga a miles de personas “libres” para
hacer lo que tenemos que hacer, por fin pude llegar a mi temporal oficina. Mi
único objetivo era el de ponerme el chip de un rol específico en la cabeza y
durante varias horas, hacer que mis ideas consiguieran el mérito necesario para
recibir un pago por ellas; sin embargo ahí también estaría la Revolución
esperándome. El edificio donde ejercía mis labores estaba bloqueado por el Paro
de trabajadores de la universidad. Sus pancartas se expandían sobre las rejas,
como una cubierta de papel sobre mi dulce búsqueda de no pensar más en la
dignificación humana. Entonces con la respiración desestimada comencé a leer
poco a poco sus consignas. Estaba de acuerdo con todas, seguro merecen mejores
condiciones salariales y un mayor respeto por su importante labor para la
educación, pero aun así volví a sentir esa responsabilidad auto-infligida de no
ser el culpable de sus demandas, y nuevamente tener que pagar por ellas… La
revolución en vez de liberarme, volvía a someterme a sus condiciones, a lo cual
sucedió una interminable secuencia de recuerdos e historias que implicaban la
insatisfacción y la angustia de gremios, asociaciones, comunidades y todo tipo
de personas asociadas por un fin común. La reivindicación. Pero después de la
ira y el odio que me hicieron sentir por los poderosos, terminé recolectando
una serie de detalles que me obligaron a renunciar a apoyar sus plegarias.
Los carros que bloqueaban la
entrada habían llegado ahí con combustible; comprado a las petroleras que han
jodido en varias ocasiones a los indígenas en los lugares de explotación. Los
anuncios y carteleras habían sido escritos con pinturas y marcadores, sobre
millones de papeles que, fuera de jodernos a todos con la deforestación
indiscriminada de bosques y la contaminación de la capa de ozono, serían
dejadas tiradas sin ninguna muestra de respeto a los recicladores, quienes
también han sido jodidos por las empresas recolectoras durante mucho tiempo.
Los policías destinados a mantener el control de la protesta, odiados por los
manifestantes, hacen parte de las mismas fuerzas militares que se están matando
por tratar de menguar las fuerzas insurgentes de las guerrillas, quienes a su
vez, con la proclama de defender al pueblo, como resultado de su conflicto se
han desterrado campesinos, asesinado poblaciones y dominado regiones enteras
con el miedo. Todo era una reacción en cadena, muchos campos rurales se han
dedicado al cultivo ilícito por tales amenazas y la falta de rentabilidad de
sus productos originales, entre ellos el mismo café de hace algunas horas, por
el cual se producen las marchas en todo el país. A su vez, los intereses
políticos de gobiernos como Ecuador y Bolivia, han permanecido al margen del
conflicto porque su posición frente a las FARC, ELN y las mismas fuerzas
militares que joden al campo hasta hacerlo sangrar, no está muy bien definida. Sumándose
a ellos Chávez, antes de su muerte, intentó dar inicio a un modelo económico
socialista, presionando a los EEUU, dando resultados cuestionables que
incentivaron a los gringos para firmar el TLC con Colombia, sin enumerar el de
Corea, Canadá etc., que joden a los pequeños productores agrícolas con la
demanda de las multinacionales. Como dije, una interminable reacción en cadena.
Por otra parte, los grupos de trabajadores que bloqueaban la universidad, llevaban
sus elementos entre bolsas, que en vez de ser aquellas ofrecidas por las
tiendas de barrio, situación que demostraría el apoyo a las microempresas
colombianas, eran de Carrefour, Home Center y otras empresas que derivan una
gran parte de sus ganancias al exterior. Además viendo sus autos, motos,
trastes y hasta sus monedas, era difícil no ver la presencia del níquel o del
oro en sus joyas y aparatos, dos metales extraídos con mucho descuido de Cerro
Matoso y de amplias zonas del Chocó, generando con ello la contaminación de
agua y las afecciones cancerígenas de las poblaciones cercanas a las minas;
minería que de todas formas paga su destrucción de recursos naturales con
impuestos, dinero también destinado para pagar, pese a la corrupción y la
injusticia, los salarios de todo aquel que trabaja en el sector público, entre
ellos, los mismos trabajadores de la protesta.
Al ver esta paranoica relación de
sucesos, donde la Revolución de unos resulta siendo la desgracia de otros, no
pude sentirme menos peor. De estas conexiones extrañas, inversas, aleatorias y
exageradas en muchos de los casos, encontraba más y más a medida que volvía a
casa. Sin importar hacia donde viera me cruzaba con casos deshumanizados,
protegiendo sus propios intereses, ya fuera por seguir los conductos regulares
como por revelarse contra el sistema que los alberga. Varios de ellos de forma
ingenua o totalmente consciente, pujando unos contra otros por un egoísmo
colectivo desde el cual, solo se delimitan sus necesidades… ¿Y lo demás dónde
queda? ¿Por qué si la Revolución es un síntoma de una sociedad enferma, solo se
trata de calmar la fiebre del momento, sin pensar siquiera en una cura
totalitaria que sofoque todo el malestar? Nadie lo sabe ¿Cierto?, pero al rato
descubriría al menos una pista para hallar algunas respuestas.
En la calle, sobre el andén me
crucé con un hombre sentado hablando solo. Su barba descuidada y sus pantalones
sucios develaban muchos años viviendo de la limosna; sin embargo sus palabras
gozaban de una alegría particular que ninguno de los que estábamos cerca podía
disfrutar. En el suelo, comiendo con las manos mientras compartía los
espaguetis regalados con algunas palomas, contaba y contaba sus historias sobre
las películas que había visto. Nadie lo determinaba, pero tampoco parecía incomodarle
la indiferencia, solo lanzaba sus palabras al aire hasta que yo pude seguirle
la cuerda unos minutos. Cuando él se dio cuenta de mi atención, se detuvo un
poco y me dijo algo parecido a esto: “Aquí la gente solo escucha lo que quiere
escuchar, pero igual eso no significa no tengan oídos… ¿Me apoya para comprar
un pan que me hace falta?” Y por fin no me sentí responsable por su desgracia,
me sentí igual que él haciendo lo que podía para sobrellevar la vida de una
manera más tranquila. Por algún motivo esta vez sí me nació darle la moneda
pedida, sin sentirme cruel ni condescendiente por ello. Segundos después, su
frase siguió rondándome la cabeza hasta conseguir una idea que completara la
suya: Aquí la gente solo escucha lo que
quiere escuchar, pero igual eso no significa no tengan oídos… Lo importante de
un mensaje no es su contenido, sino que éste sea lo suficientemente importante
para ser escuchado por todos, o por ninguno; al fin y al cabo en cualquiera de
los casos, significa que todos quieren lo mismo. Con esa idea cerrada logré
volver tranquilo a mi apartamento. De ahora en adelante me despido de la
Revolución y no volveré a determinarla, a no ser que algún día sea tan
inteligente como para escuchar primero lo que tienen que decirle las otras
Revoluciones antes de gritar, porque de no hacerlo, estará condenada a seguir
los mismos pasos del Sistema que pretende revocar, el cual de manera también
muy decepcionante, solo escucha lo que quiere escuchar.
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