29 abr 2012

Acerca de: EL CALVARIO DE LA MOVILIDAD


"Bogotá está a punto de sufrir de un infarto urbano. En horas pico, los ciudadanos nos convertimos en sus más peligrosos coágulos y la sangre en sus vías, buses articulados tan rojos como la ira, se atragantan a si mismos tratando de evacuar la gente que no sabe tomar decisiones más adecuadas para transitar en ellas."


Es gracioso pero aún existe gente preguntándome, ¿por qué alguien dedicado casi por completo a escribir textos de ficción, se pone en la incestuosa (ese término lo agrego yo) tarea de escribir sobre la cotidianidad?, y la respuesta más coherente entre mi bolsa de “trascendentalidades” sigue siendo la misma: La realidad se convierte en ficción cuando la posibilidad de imaginarla, desborda la capacidad de ignorarla.  ¡Claro! Termino armando frases de escritor y no de ensayista, pero no puedo figurarme una mejor cuando en vez de escuchar las noticias matutinas de la radio, mi dial se cruza con algo del repertorio para violín de J.S. Bach en la UN Radio, y prefiero dedicarle las primeras horas del día a mi apartamento sombrío, a las gotas de lluvia que velan el paso de la luz, y a la increíble cualidad de encontrarme con el exterior desde una ventana enclaustrada por su miedo a mojarse.

Veo la vida todos los días pero no desde mi ventana, ya bastante acostumbrada a decir mentiras sobre la lluvia que no ve, los lugares  que no ve, el sol que no ve y las historias que no ve (quiero aclarar con tristeza que nunca he vivido tras un cristal con algo interesante por observar, exceptuando en este nuevo apartamento, donde la tierra gira buscando iluminar mi cuarto para enceguecerme con la guarra de mi vecina vistiéndose “casualmente” bajo su toalla de florecitas).

A partir de tal dicotomía, muy habitual desde mi infancia, me he acostumbrado a escribir en dos lugares diferentes; entre el más profundo encierro, cautivandome a mi mismo con mi propio cautiverio, o a través del más inédito barullo, donde la psicofonía urbana enmarca aquel incesto de reescribir mis íntimos pensamientos. Es en ese espacio colectivo, indiferente, asustadizo, lleno de palabras en cafeterías, de notas grabadas mientras camino, o de papelitos copiados en aquel cliché elíptico de un recorrido en el bus, donde gran parte de mis ideas comienzan a adquirir sentido, y luego, envuelto en ese encierro libertario, los textos son paridos, alimentados y hasta perdonados de su pecado original. 

La literatura no merece más géneros de los que encasillan la humanidad, por ende, aunque podemos decirles a algunos Hombres-Realidad y Mujeres-Fantasía, la más mínima clasificación da origen a la inconmensurable diversidad sexual-literaria que nos nutre como humanidad: Hombre-afeminado-Cuento; Mujer-masculina-Ensayo; Transexual-Crónica – Hermafrodita-Novela y la mayoría de pseudo-escritores de Facebook – Asexuados. Sin embargo, no pienso decirles cuál es el lugar de mi identidad “literosexual”, porque se me hace innecesario ventilar mis preferencias lingüísticas pese a metaforizarlas bajo mis pantalones. Con esto solo quiero resaltar que el fenómeno de la creación literaria no depende de la tendencia a la hora de escribir, ni tampoco del espacio de re-cogi-miento, sino de la represión que logra “salir del closet” tras muchos años de cuajarse en el interior, consiguiendo así, traducir en libertad lo sucedido, de la mente hacia el cuerpo y del cuerpo hacia el exterior; desde donde la sociedad, sin importar cómo lo juzgue, estará en la obligación de vivir (leer) o matar (ignorar) su manifestación.

Ahora si, después de tan largo contexto voy a entrar en materia poniéndome el condón necesario para hablar sobre la realidad, sin correr el riesgo de contagiarme con su idiosincrasia. Durante mis espacios de escritura, la convivencia entre movilidad física y cerebral es renuente gracias a mi máquina de escribir de bolsillo; pero hasta ahora no me he referido con suficiente propiedad al transporte público donde mi literatura se nutre (de mucha comida chatarro-narrativa por obvias razones), y creo que, gracias al auge del Sistema Integrado de Transporte Público, este es un momento bastante divertido para empezar a hacerlo.

Para todos es bien sabido que moverse por la ciudad es casi un martirio (supongo de antemano no encontrar un mejor término para ello). Millones de penitentes van balanceando sus cabezas desde las 5:30 am en una procesión de pasos sincronizados con rumbo hacia cientos, quizá miles, de acuarios rodantes que enmarcan entre sus grandes ventanales la película de Bogotá. Cada doliente supone algo para decir, pero trata de callarlo ante la pena de los restantes madrugadores quienes a su vez, comparten el luto comunitario de estar sometidos a estas carrocerías urbanas donde el aire se agota y el silencio, indiferente, chismoso y cachaco, sobra en demasía. Ya sobre el recorrido, cada cual va en un rezo canónico con sus pecados, solicitándole al de arriba (o al de abajo según la rotación de la tierra) que no vaya a suceder nada extraordinario en su travesía. Rogamos que si hay un atraco que sea en el bus del frente, o si se presenta una protesta de "bándalos terroristas" no se atraviese por nuestro camino, o si un "idiota" conductor de transmilenio se choca en su único carril, sea después de pasar por la siguiente estación; así durante al menos una hora muerta de nuestra sobrevalorada existencia.

¿Cuál es problema con la movilidad de esta ciudad que parece un purgatorio interminable? ¿Y por qué pese a saberlo, no hacemos mucho para liberarnos de su condena?. La respuesta tal vez resida en nuestra manera de prever los trayectos diarios. Somos ciudadanos lineales, planos y cronometrados, no pensamos en movernos dentro de un sistema de flujos sino en recorridos de un punto A a un punto B en un tiempo definido, como quien asiste a un entierro arrancando en la sala de velación, siguiendo luego a la iglesia y finalizando en el cementerio. Amamos los cronogramas, los lugares y los viajes unidireccionales, comenzando en casa a las 8:00 am, reporte en la oficina a las 9:00 am, almuerzo programado a la 1:00 pm, cita importante a las 5:00 pm y devuelta al hogar a las 8:00 pm; y aunque tal repertorio se repite durante la semana, siempre resolvemos de manera facilista la manera de transportarnos. Entonces, el problema radica en que la inmensa mayoría elegimos la misma mediocre solución, casi a la misma hora y en similares direcciones, como si todos tuviesen el mismo muerto que lamentar.

Bogotá está a punto de sufrir de un infarto urbano. En horas pico, los ciudadanos nos convertimos en sus más peligrosos coágulos y la sangre en sus vías, buses articulados tan rojos como la ira, se atragantan a si mismos tratando de evacuar la gente que no sabe tomar decisiones más adecuadas para transitar en ellas. Las calles se obstruyen con burbujas rodantes henchidas de aire para su único conductor, mientras los más de 300 kilómetros de ciclorutas en desuso, sufren de falta de oxígeno por la excesiva emisión de CO2 que producen los automóviles (auto-estancados);  sin hablar siquiera de las increíbles filas de usuarios encima de los enclenques puentes peatonales, intentando acceder al embutido escarlata del que se siente orgulloso la capital, o del incremento en la tendencia suicida de querer comprarse una moto, sin intimidarse con tanto chofer-asesino acechando en las avenidas … En fin, la lista de malestares sobre la movilidad en Bogotá excede su deficiente metabolismo, y lo más preocupante es nuestra flagrante espera de una Santa Dra. Flechas que nos salve de la indigestión, o de un IDU encarnado en el Espíritu Santo que consuele nuestros corazones, o lo peor, de un Petro-Dios que nos devuelva la fe en la buena circulación.  

Sí. No puedo negarlo. Una capital como ésta necesita de manera inmediata una solución efectiva en términos de movilidad, y bajo el sombrero de un supuesto profesional en temas urbanos, reconozco la urgencia de un plan bien ejecutado como el SIT, o el metro, o por lo menos una revitalización del corredor férreo de Bogotá; pero más allá de mi opinión proyectista-megalomaniaca, siento muy en el fondo que gran parte de la solución se encuentra en nuestra falta de cultura ciudadana. El uso de las bicicletas, no solo es económico, sino consecuente con la cantidad de cráteres que existen en las autopistas; salir 15 minutos antes, usar con calma, paciencia e inteligencia el sistema de transporte, es una respuesta para evitar la “blujeaneada” matutina; regalarse un tiempo después de la oficina para leer, tomar un café y esperar que se descongestionen un poco las vías, es una manera de terminar más tranquilo el día de trabajo; compartir el carro con 2 personas que llenen los puestos traseros significa quitarse de encima 16 m2 de trancón; o por lo menos planear mejor los recorridos, bajo el criterio de elegir el transporte más adecuado durante toda la jornada (incluyendo por supuesto caminar), son solo algunos ejemplos que podrían hacer de esta ciudad algo menos insoportable, mientras la santísima trinidad gubernamental, resulta haciendo el milagrito de la buena movilidad urbana.

Con seguridad seguiré discutiendo estos temas en otros artículos, posiblemente sumergido en un soliloquio espiritual sin prestar mucha atención a los comentarios sobre el Know-How de mis escritos (¿Recuerdan el comienzo de este texto cuando quise reivindicar la diversidad de género (((y que se empute la RAE por usar ese término))) en las palabras? Si ha de ser así, seré un transgender literario hasta el final de mi escueta vida mientras un Dios sociolecto me lo permita), pero creo que por ahora es suficiente mi reflexión sobre la mejor forma de actuar para evitarnos un paro cardiaco capitalino. 

No obstante, entiendo las miles de dudas sugerentes a causa de un texto tan poco sustancioso como éste: ¿Qué hay sobre las marchas que ponen en jaque fácilmente la red vial? ¿Cómo solventar (sin crueldad pero no sin masoquismo) el bloqueo generado por un atentado como el ocurrido hace unos días, en pleno espacio público destinado al transporte? ¿Sobre cuál argumento es bueno apoyar o desistir en la idea de un tranvía, un subte, o tren eléctrico? ¿En realidad se puede mitigar la presión privada de las empresas de buses frente al monopolio de Transmilenio S.A.? … Muchas preguntas por resolver y que por razones bastante lógicas, no pretendo responder mientras exista aún en mi, el completo desinterés de darles a mis queridos lectores la papilla masticada en envases de compota inteligente, evitándome con ello, involucionar a la época en donde metíamos los dedos en los enchufes, usábamos pañales (algunos, con cierto asco, reutilizables) y nos escondíamos en vano al orinarnos sobre la cama. Fuera de los consejos antes expuestos, dejaré por costumbre el más importante hacia el final. Infórmese antes de cometer el mismo error de subirse a un bus día tras día maldiciéndose de ser pobre, y por ende, no tener otro mecanismo para irse que aquel suministrado a través de sus propios impuestos, o en últimas, lamentarse de su arribista flagelo al no sentirse "progresando” sin poder comprarse un vehículo nuevo. 

Gracias... y por favor use anticonceptivo para sus ideas aún cuando, por gloria celestial, consiga un asiento en el "transmilleno". No me vaya a untar de cualquier frustración extraña por no haber aceptado su inclinación sexo-intelectual.


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