"¡Voila! La maldita frescura química fue ocasionada por la crema
dental. Tan exagerada y cuestionable como una rendición de cuentas de este gobierno."
Hay algo en mi aliento; algo
falso, seco, dulce y embelesador (como muchas presentadoras del noticiero),
algo que causa cierta frescura, pero que también me satura la saliva en un
intento por desconocer mi gusto hacia el tabaco, hacia el café y hacia el hogareño
sabor de la arepita antioqueña extraída del supermercado (producto digno del
orgullo paisa, refrigerado según la tradición en los almacenes ÉXITO, un lugar
emblemático de la región de la "eterna primavera", porque no hay nada
más paisa que un multimillonario negocio que se da el gusto de vestirse de
amarillo floripondio).
Ese extraño sabor, codificado por
la dureza de mis muelas, no me deja ni escribir con claridad ni pensar desde las
sombras neuronales, y pese a que esta mañana quise echar madres sobre todas las
banalidades del mes, las cuales alimentarían de numerosa vergüenza el contador
de este blog, no pude empezar una sola línea interesante para la resurrección
de Oscar con la muerte del rating de RCN, ni para el nebuloso conflicto
indígena en el Cauca del cual prefiero reservar mi opinión, ni sobre la mordida
a la yugular de Kristen contra su versión del empalador para adolescentes Robert
Pattinson (Cualquier morbo sugerente sobre ese
Kent con colmillitos es responsabilidad de cada lector ¡Obviamente!). Tampoco
pude esgrimir ataques a favor del veganismo extremo de la novia de Cerati (agradezco
al autor de un comentario tan saludable para mi humor) ni para el despilfarro
de los Olímpicos en plena crisis Europea, y ni siquiera una sola palabra sobre
nuestro cuestionable orgullo mediático hacia los 8 medallistas colombianos... ¡No
pude! Quizá era imposible hacer literatura desde el absurdo, o desestimé la
inspiración producida por Facebook cuando encontré en la misma hiperlectura, frases
de Ghandi, fotos retocadas simulando la portada de una revista, y los jeroglíficos
de una subcultura denominada "Faras" que de forma muy primitiva trata
de distinguir entre sus hormonas y su
dignidad.
Ante todo eso, resultaba algo incoherente
referirme a cualquier suceso interesante, sin embargo, si la vida es por
naturaleza una absurda casualidad, como ser humano solo me quedaba intentar darle
orden a sus coincidencias... Estaba sentado ahí, vacío y con ansias de escribir,
pero como tal inocuidad universal me obligaba a buscar de labios hacia adentro,
todo debía empezar desde ahí, con la lengua entre la sombra buscando la chispa
para encender las palabras.
¡Voila! La maldita frescura
química fue ocasionada por la crema dental. Tan exagerada y cuestionable como una rendición
de cuentas de este gobierno. No había llegado por si sola a apoderarse de mi
paladar, tenía un cómplice. Fibroso, delgado y a primera vista inocente... ¡El
higiénico cepillo dental! Tan sofisticado; indispensable en una maleta de viaje,
purificador del esmalte que desgarra con hambre los alimentos... Todo un héroe
silencioso, pero ¿Acaso nunca hizo nada malo?... Sí, si lo ha hecho, es más aún
lo hace, doblegó mi libertad de expresión en la infancia y ahora me traumatiza
con la más temible de sus condenas, la de verme a mí mismo lo más “homínidamente”
posible.
Cuando era niño me encantaba
sentir en exceso, sin prudencia ni buen comportamiento y varias veces fui
castigado por ello a través del dicho "¡Que son esas groserías! ¡Vaya y
lávese la boca!", a lo cual pocas veces accedí al no sentirme culpable,
pero con esa expresión entendí que los malos actos pueden ser lavados y
cepillados hasta desaparecer. El cepillo y la crema dental adquirían entonces
un poder sobrenatural, la de limpiar la consciencia cuando del lenguaje se
trata. ¡Uribe lávate la boca! Lo que dices es un acto de megalomanía ¡Chávez
lávate la boca! Lo que dices es un acto de megalomanía ¡Shakira lávate la boca!
Obviamente no eres megalomaníaca pero ¡¡¡Como putas te equivocas con el himno
nacional cuando te lo enseñaron desde la primaría!!!... En fin, lavarse los
dientes pareciera ser una buena solución cuando existe un arrepentimiento de
palabra, lo cual, embebido en está inmadura adultez que me sosiega, no resulta
para nada mal ¡Uyyy esperen! Olvidé a
alguien ¡Azcarate lávate la boca! Lo que dijiste sobre las gorditas, aunque
tuvo cierta gracia, nos demuestra que tú no tienes el cerebro suficiente para
ser megalomaníaca; tus palabras fuera de ser "pesadas" para las pesaditas,
no son un acto muy rentable cuando flaca o gorda te pagan lo mismo por buscar
chistes machistas en google y decirlos por televisión...
¿En qué iba? ahhh ya... Cuando
creces, y tu desarrollo personal se mide según la magnitud del robo efectuado por
tu tarjeta de crédito, entiendes que cepillarte de forma casi obligatoria todos
los días, pudo ser el mejor de los métodos para que ahora no resolvieras tus
pequeños conflictos con insultos incoherentes... ¡Malparido! (Como si nacer por
cesárea fuese un delito) ¡Guevón! (Como si segundos antes le hubieses mandado
la mano a la entrepierna para sopesar su masculinidad) ¡Maricón! (Como si hubieses
pasado la noche anterior en su cama). Ahora bien, siendo la niñez el hermoso
manifiesto de la insolencia, las anteriores groserías fueron reprimidas
poco a poco hasta derivar en mi exhausto sarcasmo, más la osadía del enfermizo plástico
lleno de cerdas no había finalizado; nunca le bastó con erradicar el sarro de
mis malas palabras, ´también tenía que ser el instrumento para cuestionar mis más
profundas caries, las del alma.
Tiempo después de entender que, si
los pecados del cuerpo encontraban descanso en la ducha, los de la lengua en cambio podrían
ser rastrillados con pelos sintéticos; en muy poco tiempo me vi empastando de
menta mi rabia contra el sistema, mis frustraciones de la juventud, mis tragos inocentes
bajo el emblema "tome, tome, sea un varón", además de los varios
besos indiferentes que mi boca aprendió a dar para evitar esa pendejada
que llamanban Soledad. Pero, al paso de los años, el aseo bucal de la mañana se encargó
de los sinsabores de la noche anterior, el lavado del medio día de mis
frustraciones sociales y el último, la cepillada antes de dormir, iba
quedándose sin trabajo, limitándose a sustraer de mis dientes su afán por la
carne triturada y el arroz marca Roa, el de aquel señor de acento forzado que
buscaba formar un harem de amas de casa. Ahí comenzó a formarse mi adultez; con
el cepillo dental en una mano y mis ojos clavados en el reflejo del tocador.
Como no me quedaba suficiente cargo de consciencia por limpiar, las ideas iban
y volvían entre gárgaras de espuma, haciendo una especie de vorágine dentro de la garganta donde han navegado
desde Sacher-Masoch hasta Virginia Woolf. Sin embargo mi propia inteligencia no
podría sustentar tanta indiscreción, y luego de estrellarlos con la atrevida ignorancia
que producen los buches en un lavamanos clase media, acabé por escupir muchos
brillantes intelectuales contra el desagüe.
Hubo un día en el que no habían
penas que lavar y solo tenía una idea de Jung endulzándome las papilas. Aquel
día entré al baño para deshacerme de las palabras viejas y exprimir con cierta
paciencia los reductos de la crema dental, una gran destreza milenaria aprendida
por generaciones desde aquel hombre que le dio pereza comprar otro dentífrico en
la tienda. Tomé entonces el instrumento ese que me miraba carrasposo desde el
porta-cepillos y después de untarlo, lo mandé a mi boca mientras digería el
inexistente "Genualismo" psicoanalítico. Cuando la idea se disolvió
en el enjuague, me propuse escupirla para dar pie a otro planteamiento, pero...
¡No había ningún otro! La baba espumosa de
Colgate se escurrió por la comisura de mis labios, llevándose consigo la última de mis ideas mientras el cepillo de
dientes se reía insolente de mi desgracia. No tuve otra opción que alzar la
vista, encararme a mí mismo frente al espejo y absorber el silencio que
habitaba en el baño, sin vanidad de por medio, sin atragantarme con bosones de
Gigs ni con crisis diogénicas sobre el descaro de este país, sin la posibilidad
de maldecir nada, solo estando ahí, raspando las muelas de mi humanidad,
dándome cuenta que ese momento, el del final de todas las noches cara a cara
con el lavamanos, era quizá el mayor instante de intimidad que un hombre puede
tener con su propio yo.
No existía un lenguaje por
pronunciar, no había nadie más con quien divorciarme del matriarcado del tiempo,
estábamos yo y mi otro yo, con una vacuidad insoportable… ¿Existe acaso un
mayor instante dónde reencontrarse así mismo? ¡No! Y al hallarlo tuve que
correr, como cualquier estúpido que evade el silencio prolongado cuando se
encuentra solo. Me aterrorizó verme de forma tan reveladora, con las chanclas
heredadas de mi padre, el pelo trajinado por la inhospitalidad de la
existencia, y el cepillo ahí en mi boca… Sentí de un segundo a otro que el
mundo no tenía fin, que me dolía el espíritu y que en el fondo, debía sacar el mango
de plástico de mi garganta, porque de mantenerlo ahí, el terror deese encuentro introspectivo terminaría por asfixiarme… Desde aquella situación pienso todas las
noches si volver o no al lavado, y al concluir mis incertidumbres, siempre termino yendo en su dirección, porque,
aunque parezca un acto suicida, ignorarme a mí mismo es similar a morir por
accidente, y que pereza fallecer después de ver la sección de farándula, donde
como aclaró el maestro Pedro Badrán, el universo empieza con
sangre, sigue con los deportes y acaba en un final feliz.
.